'Don Pelayo, rey de Asturias', de Luis de Madrazo y Kuntz.
‘Don Pelayo, rey de Asturias’, de Luis de Madrazo y Kuntz. MUSEO DEL PRADO

En 2018 se conmemoró en Asturias el 1.300 aniversario de la rebelión de Pelayo, trascendiendo alguno de sus actos a la opinión pública nacional. Con este motivo los medios de comunicación refrescaron a sus lectores el contenido de la efeméride. Los puntos de vista que se han podido leer sobre el acontecimiento han sido tantos como redactores.

En primer lugar, está quien se ocupa sólo de la realidad histórica del acontecimiento y del personaje protagonista. ¿Hubo una batalla de Covadonga acaecida entre 718 y 737? En caso afirmativo, ¿cuáles fueron su magnitud, en términos militares, y su trascendencia política y social? ¿Existió Pelayo? La indudable dificultad técnica que ofrece el tratamiento primario de las fuentes y el peso de una ingente tradición historiográfica centenaria, suelen desanimar al escritor de turno. Normalmente se refugia en el negacionismo cómodo -una leyenda fundacional elevada a mito de orígenes-, en la condena ideológica -invención de la historiografía reaccionaria, nacional-católica o directamente franquista-, cuando no en la simple descalificación -mentira del nacionalismo rancio español-.

En segundo lugar, figuran aquellos para los que el tándem Pelayo-Covadonga no es más que el pórtico del Reino de Asturias, por lo que, aceptada la realidad de éste, reviste importancia menor ocuparse del acontecimiento fundacional. Se soslayan así los problemas histórico-críticos de Covadonga, remitiéndose a un perezoso agnosticismo (trazos legendarios, figura borrosa, testimonios contradictorios…). La inevitable consecuencia es trasladar la solución del mismo a la del problema mayor del Reino de Asturias como formación sociopolítica: continuidad, discontinuidad, ruptura, transición, indigenismo, feudalismo, visigotismo, neovisigotismo, toledanismo, mozarabismo, rebelión, resistencia, dependencia tributaria… son algunos de los términos que se barajan desde hace décadas, en inútil espiral condenada al estancamiento de la autorrepetición.

En tercer lugar, cabe referirse a quienes sin mayor dificultad dan por cierta su existencia, y los contemplan como el arranque de una supuesta carrera que finalizó en Granada en 1492. Pelayo habría iniciado en Covadonga el primer relevo de una marcha de casi 800 años, destinada a la unificación política de la Península ibérica, lograda con la destrucción de la estructura política -árabe, musulmana y tributaria- articulada sobre más de la mitad de Hispania a partir de Guadalete. Desde los años centrales del XIX la historiografía española ha bautizado este proceso como «La Reconquista», constituyéndolo en eje central de la historia nacional. Es necesario señalar que esta contemplación metafísica de la historia no nace con la dictadura franquista. Surge con la constitución del Estado nacional bajo Isabel II y fue fundamento indiscutido y compartido por todas las tendencias historiográficas españolas hasta la Guerra Civil, fuere cual fuere la militancia ideológica de los historiadores, desde carlistas a republicanos y socialistas.

En realidad, las ideas de «salvación de España», de «restauración» de la monarquía visigoda y de «recuperación» del territorio andalusí, se remontan a la Crónica de Alfonso III, rematada hacia 910-920, y la Crónica Albeldense, finalizada en 883. Ambas referencias nos proporcionan un hito fijo, a partir del cual ha sido constante su juego en la historiografía peninsular. El mensaje así transmitido se convirtió en vector de creación de la conciencia histórica nacional, proceso que no tiene nada que ver con la historia material, sino que pertenece al plano de la formación ideológica que acompaña la constitución de las comunidades políticas, y como tal debe ser estudiado.

Ahora bien, es preciso determinar el contexto de uso y el significado de cada término en cada momento, para evitar el anacronismo. El plano del discurso en los autores de la Edad Moderna era dinástico: se trataba de exponer la legitimidad de la dinastía inaugurada por Pelayo en función de su descendencia genética de monarcas visigodos. Si, como casi todos admitían, Pelayo fue de sangre regia gótica se podía legítimamente emplear el término «restauración» para señalar la supervivencia del reino de los godos en el de Asturias, y postular la recuperación del reino perdido en Guadalete. A partir de la implantación del Estado liberal, con la transferencia del protagonismo de la Historia de los reyes a los pueblos, en Covadonga se quiso ver la unión de todos los habitantes de España en torno a la figura de Pelayo.

Bien es cierto que ya desde el XVIII se alzaron voces críticas contra el relato medieval, reseñando sus múltiples anacronismos e incoherencias. Paradigma de esta actitud, fundamento de todo negacionismo posterior, fue Louis Barrau-Dihigo hace justamente un siglo. Su problema, al igual que el de sus contradictores, fue la consideración de esta narración como si se tratase de un parte bélico del siglo XIX. Nada más lejos de la realidad: se trata de una interpretación de la génesis, desarrollo y resultado de un hecho de guerra, a partir de las claves y los recursos literarios al alcance de su redactor, esencialmente la teología de la historia bíblica. Contemplado así, en su justo contexto, no podría haber sido escrito de otra manera. No se le puede pedir más que lo que puede ofrecer, que no es poco.

Tras el esfuerzo de los historiadores y filólogos profesionales que se han ocupado del asunto, queda invalidado todo acercamiento frívolo que pretenda despacharlo con dos frases retóricas al uso o la moda que dicte la coyuntura ideológica de turno. En función de su uso ideológico, a muchos historiadores parece causarles sonrojo tratar de los sucesos del 718 y del 722, y evitan que se les sorprenda tomándolos en serio. El asunto les causa desazón. Frente a ellos, considero que entender hecho y personaje sigue siendo paradójicamente necesario -diría que imprescindible, vistas la irracionalidad y malestar que su sola mención despiertan-, para comprender el presente, lleno de desvergüenza en el manejo y manipulación de la Historia, a ambos lados del espectro ideológico. La conjuración y demolición de los mitos, de todos ellos, desde el de la Reconquista al unísono hasta el de al-Ándalus paradisíaco y tolerante, es la justificación social de los profesionales de la Historia. Y el desenmascaramiento y denuncia de las manipulaciones, su imperativo moral. Desgraciadamente, el ruido de los propagandistas se sobrepone al bisbiseo de los historiadores.

César García de Castro es arqueólogo medievalista y doctor en historia. Actualmente trabaja en el Museo Arqueológico de Asturias.