Mucho se está hablando y escribiendo del tema de la «Santina», como esta se fue o la llevaron camino del «exilio» como tantos otros astures y como esta regresó, muchos de los escribidores hablan o escriben de oído y sumidos en una cierta vagancia transcriben cuanto se les cruza por delante con tal de llenar páginas.
Hace unas semanas se publicaba bajo un llamativo titular: El Anarquista y la Virgen .Eleuterio Quintanilla guardó en plena guerra la imagen de Covadonga, y se hizo en el Diario La Nueva España del 24 de julio del 2018 por Josefina Velasco Rozada. Archivera-bibliotecaria de la Junta del Principado de Asturias, y que viene a reproducir con bastante literatura envolvente lo que en su día comentó y escribió el libertario Alvarez Palomo, hablando del maestro anarquista y masón Eleuterio Quintanilla, a la vez que se aportan notas de Silverio Cerra Suárez, y todo ello sin molestarse en escarbar más sobre el tema, pues hasta el título nos recuerda a este otro que se publicaba con otra versión en el blog. Historia de España de J: Sarmiento. De como un anarquista salvó a la virgen.
En fín, al final el Diario El Comercio en su día publicaba este artículo que viene muy bien para recordar algunos temas.
Fue Antonio Ortega, periodista, profesor de Ciencias Naturales y convencido republicano que terminaría por exiliarse en Cuba, quien metió personalmente la imagen de la Virgen de Covadonga en un barco en El Musel camino de París durante la guerra
La prensa de Franco dio días pasados la noticia de la feliz arribada a San Sebastián, rumbo a Asturias, de la Virgen de Covadonga. De ello deducirá todo espíritu honrado que la Virgen de Covadonga no había sido quemada por la «horda roja», como se había asegurado repetidas veces, sino que se se encontraba en la Embajada de España en París, sana, salva y lejos de la morisma.
A muchos lectores ingenuos, tendrá que sorprenderles esta noticia como otras muchas de las que se irán enterando poco a poco.
Para ciertas personas ha de ser sin duda doloroso el tener que rectificar a estas alturas ciertos criterios que hasta hace días permanecían firmemente agarrados, como percebes, sobre la dura roca de un convencimiento más bien sentido que razonado y por ello doblemente firme, pero ya va siendo hora, para toda persona que se juzgue veraz y decente, de ir revisando muchos de estos juicios a la vista de los hechos que la propia prensa franquista no tiene más remedio que publicar.
No hace mucho, el actual director del Museo del Prado ignoro su verticalidad tuvo que reconocer noblemente que todas las colecciones de dicha pinacoteca estaban intactas. Si la memoria no me es infiel, me parece recordar que para cierta prensa, numerosos cuadros del Museo del Prado habían sido vendidos en el extranjero por la «canalla marxista», otros regalados a Malotov y Stalin y los más sustraídos personalmente por ése o aquel prohombre republicano. ¡Qué lástima! El hecho no es cierto así lo asegura el actual director del Museo del Prado «las colecciones están intactas, aunque algunos cuadros se hallen ligeramente deteriorados debido al traslado de dichos lienzos de un lugar a otro».
De haber quedado dichos cuadros en Madrid y esto, claro está, ya no lo dice el actual director del Museo del Prado, no quedaría ni una sola pulgada cuadrada de dichos lienzos, ya que la aviación genuinamente española «nacionalista» de Italia y Alemania se habría encargado, en su santa cruzada contra el bolchevismo, la impiedad, la masonería y el judaísmo, etc., de acabar asépticamente con todos ellos.
Otro de los criterios-percebe que es preciso desarraigar por mucho que nos duela, es el de aquello que en España las tropas franquistas eran auténticamente españolas. Yo, la verdad, casi había llegado a creerlo y a dar por burdas imitaciones de la Subsecretaría de Propaganda de la República a los soldados italianos, moros y alemanes hechos prisioneros por el Ejército republicano. Y había casi llegado a creerlo cuando a un honorable alto jefe del ejército sublevado el general Yagüe, el de Badajoz le oí jurar por su honor asomado al brocal de un micrófono burgalés, «que si en el Ejército Nacionalista hubiera un solo soldado extranjero, él se consideraría deshonrado y se pondría al lado de los rojos para defender la Patria invadida».
Cuando yo oí tan rotunda y patriótica afirmación de labios de tan eximio general Yagüe, el de Badajoz creí que fueran alucinaciones de mis sentidos los italianos y alemanes que mis ojos habían visto, y llegué a creer que los blondos germanos o lo prietos ítalos que de vez en cuando se descolgaban del cielo, conminados urgentemente a posarse en nuestro campo por una ráfaga de ametralladora, eran simplemente honrados ciudadanos de Utrera, los morenos o pacíficos habitantes de Mondoñedo, los rubios, empeñados en la ingrata y española tarea de de civilizar a catalanes y madrileños comunizados lastimosamente por el oro de Moscú.
Pero resulta ahora que mis primeras sospechas no eran infundadas, que al general Yagüe (no puedo creer otra cosa) le estaban engañando lastimosamente, que el Ejército sublevado había unidades enteras de los ejércitos de Italia y Alemania.
Aún dudo si esto podrá ser cierto, no sé si estaré de nuevo alucinado, pero es el caso que he visto en el cine, claro robustos teutones, a los que ningún mal había hecho la República española, desfilando en Madrid ante el Generalísimo el día de la Victoria (¡menguada victoria!) con esa rúbrica rubia bárbara. Y vi también a bárbaros ítalos jactanciosos, y a moros sucios y feos, y a pobres portugueses desharrapados… Y en cantidad tal que excluía para siempre la sospecha piadosa de que fueran agregados militares a las embajadas de sus respectivos países, como parece ser le habían hecho creer al general Yagüe…
Los periódicos alemanes cantaron las proezas de la Legión Cóndor, integrada, según Goebbels, por rollizos y sonrosados mocetones de Prusia, Baviera y Silesia, y no por campesinos de Estella y de Betanzos, como en un principio le habían dicho al general Yagüe. La prensa italiana agotó su provisión de superlativos en punta. ¡Qué se creían los alemanes! También ellos habían mandado miles de hombres a España a luchar por la civilización occidental. Y si bien era cierto que habían sido alemanes los que perpetraron las proezas del Norte, que culminaron en el arrasamiento integral de Guernika y Cangas de Onís, pongo por caso, no era menos verdad que los que destrozaron valientemente por «apasionamiento» a siete mil metros de altura, los «objetivos militares» de Barcelona, Valencia, Ortosa, Tarragona, Gerona, etc., fueron aviadores italianos, aunque al general Yagüe le hicieran creer otra cosa para evitarle disgustos innecesarios.
Asimismo, nos ilustra la prensa de ambos países sobre el número extra de involuntarios que enviaron a España: Alemania, unos diez mil agregados militares a su Embajada en Burgos, e Italia unos ochenta mil agregados a su legación en Salamanca.
Todo esto no lo dice ahora la Subsecretaría de Propaganda de la extinta República española; lo dicen los ministerios de Propaganda de Italia y Alemania.
Lo que no nos dicen y sería harto interesante el conocer esos datos es el número exacto de prisioneros rusos que han hecho a los republicanos españoles, aunque tal omisión es perfectamente explicable, ya que el número de prisioneros de esta nacionalidad deben ser tantos que estarán todavía clasificándolos, y es probable que tengan labor para varios años.
A pesar de todo esto yo sé que no han de ser muchas las personas que rectifiquen noblemente esos sus criterios equivocados. Se opone a ello un modo de ser muy español, una especial manera mística de reaccionar ante la evidencia, una terca y cerril postura negadora ante la vida.
Particularmente significativo a este respecto es un caso sucedido en España no hace muchos años y que da fe de este sentimiento a que me refiero: el caso del pastor Grimalados. Recordémoslo:
El pastor Grimaldos era un pobre hombre analfabeto de un pueblecito castellano, Osa de la Vega. Un buen día, el pastor desapareció. El sargento de la Guardia Civil del puesto, presintió que había sido asesinado e inmediatamente receló de dos vecinos del lugar. Los llevó a su presencia y les interrogó hábilmente. Claro está, cantaron de plano. Ellos los habían asesinado en unas eras y luego habían quemado el cadáver junto al río. Exactamente lo que sospechaba el sargento. Los asesinos fueron a la cárcel: veinte años de presidio.
Llevaban ya doce años en la prisión, cuando un buen día apareció por Osa de la Vega el pastor Grimaldos, el asesinado que se había marchado del pueblo, sin decirle a nadie nada, impulsado por un oscuro afán viajero muy corriente en los pastores, en los perros hambrientos y en los ciudadanos ingleses. Aquellos pobres vecinos de Osa de la Vega eran inocentes, por tanto, del crimen por el que llevaban doce años en la cárcel. Fueron puestos en libertad, y el Ayuntamiento madrileño les nombró jardineros del municipio.
Pero hubo entonces un periodista curioso que hizo lo que no hizo la Justicia: buscar al sargento de la Guardia Civil que había interrogado a aquellos desgraciados. Lo encontró, pero ya no era sargento: era teniente. Lo encontró y le preguntó su parecer sobre aquel tremendo error judicial; le habló patéticamente del caso de aquellos dos infelices, le expuso las torturas en la cárcel: la muy terrible duda de uno y otro sobre su compañero respectivo, ya que cada uno se sabía inocente ante su propia conciencia… Finalmente, le dijo que no había duda posible de que no se tratara de un error, por cuanto el asesinado no había sido asesinado. Pero ¡ay!, el teniente de la Guardia Civil no podía dar su brazo a torcer; él estaba perfectamente convencido de que aquellos hombres habían asesinado al pastor Grimaldos, y si ahora aparecía el pastor Grimaldos no era culpa de él, y no iba, por tan pequeña contingencia, a modificar un criterio pacientemente elaborado y admitido durante doce años. Así es que encarándose con el periodista, dejó caer de su boca estas inefables palabras:
No me cabe la menor duda de que ellos no han asesinado a Grimaldos. Pero tengo la íntima convicción de que si no asesinaron a ése habrán asesinado a otro.
Y dio por terminada la entrevista.
Pues bien, en la guerra de España está sucediendo algo parecido: la mentalidad del teniente de la Guardia Civil abunda más de lo que pudiéramos sospechar. Aunque la Virgen de Covadonga o haya sido quemada por la «horda roja», fue quemada por la «canalla marxista». Y se acabó; no vale la pena discutir.
Ahora bien, como yo me creo culpable, en parte, del forzado exilio de la Virgen de Covadonga al extranjero, y aunque estoy perfectamente convencido de que mi relato no edificará a nadie, ni nadie modificará su criterio por lo que diga, voy a contaros desapasionadamente cómo robé la Virgen de Covadonga, aun exponiéndome a que exista algún teniente de la Guardia Civil que me diga con voz cavernosa:
Bueno, bueno… Usted no habrá robado la Virgen de Covadonga, pero cuando menos, algún cuadro del Greco…, ¡eso sí que lo robó!
La Virgen de Covadonga fue mandada a retirar de sus altares cuando la Basílica que no fue quemada y los hoteles próximos que no habían sido saqueados fueron transformados en hospitales de sangre e infecciosos. Una dama asturiana y roja cuyo nombre no doy, por razones fáciles de sospechar mandó guardar las imágenes de la Virgen y el Niño juntamente con sus vestidos. (El de la Virgen era blanco, de raso bordado en oro, y llevaba por dentro un letrerito dorado con los nombres de los donantes del vestido, un matrimonio de apellido irlandés cuyos nombres no me acuerdo). La imagen quedó guardada en casa de una buena mujer, socialista por más señas.
No es cierto que la Virgen tuviera sus joyas mal, pudieron por tanto ser robadas: solamente llevaba consigo, en la muñeca de su mano derecha, una pulserita de oro con su nombre, María, que apenas si valdría cinco duros. El resto de sus adornos la corona, etc., que era lo que verdaderamente tenía valor en dinero, es decir, precio, estaba en Oviedo, en los sótanos del Monte de Piedad, en la Plaza de la Catedral, donde estaba también, por cierto, el original la copia de Per Abbat de Poema del Mío Cid, de la colección de Pidal. Dichas joyas estaban en Oviedo desde el año 1934 (?), cuando fueron rescatadas de la colección particular de un súbdito alemán no por ello culpo a Hitler que se había apropiado violenta e indebidamente de ellas. En Covadonga estaba el tríptico de plata, que fue mandado fundir en Santander dado su escaso valor artístico. Y digo esto del escaso valor artístico exponiéndome a las iras de mis familiares, ya que dicho tríptico, como así mismo la corona, habían sido hecho por un hermano de mi madre, el sacerdote y orfebre Granda y Buylla.
La Virgen estuvo en casa de esa buena mujer socialista hasta que el Departamento de Propaganda del Consejo de Asturias y León, del que fui consejero, creyó oportuno traerla a Gijón para exhibirla en el Ateneo Obrero, juntamente con otra serie de objetos religiosos Cristos, aras, cuadros, etc. de indudable valor artístico. Y hacia mediados de febrero de 1937 a veinticuatro kilómetros de la lucha la Virgen de Covadonga estuvo expuesta hasta primeros de marzo en los salones del Ateneo Obrero de Gijón, en ese mismo Ateneo que, meses más tarde, fue incendiado con toda su valiosa biblioteca por las tropas libertadoras del Ejército nacionalista. Toda Asturias vio la Santina en el Ateneo. Nadie la molestó en lo más mínimo; ni se le hubiera tolerado a alguien que se hubiera atrevido a ello.
Fui yo, personalmente, a recogerla cerca de Covadonga. Nunca la había visto en persona; sólo en fotografías. Es pequeñita «pequeñina y galana», que dice el cantar; poco más de un metro debe de medir, si es que mide el metro. En una de sus manos tiene espetado un Niño Jesús desmontable. En la otra, una rosa metálica, dorada. No es de oro esta flor, como hacían creer a las ingenuas beatas, sino de latón. Su vestido verdadero no el que le regalaron sus devotos, de rico raso y oro está tallado en la madera de su cuerpo: un vestido aldeano de amplias haldas de toscos floripondios, por bajo del cual asoman unas botas enormes. La primitiva imagen, según me dijeron, ardió a fines del siglo XVIII, en un incendio casual, y fue restaurada, sobre todo, su rostro, en dicha fecha. La cara es una cara gordezuela, sonrosada y simpática de campesina astur. Artísticamente, no vale nada.
La envolví en una sábana y la llevé para Gijón. No hizo ningún milagro en señal de protesta, antes al contrario, por lo que luego se verá, parecía singularmente encantada de que que fuera un gijonés el que la llevará, con toda clase de consideraciones, al Muelle de Gijón, a ver a su amigo Don Pelayo, al que ella ayudara a guerrear contra los moros, los antepasados de otros moros que ahora 1937 alaridaban a las puertas de los puertos de Asturias. Mil doscientos veintiún años mediaban entre fecha y fecha. Mil doscientos veintiún años entre Alcamah y Aranda.
Durante el trayecto de Covadonga a Gijón, Juan, mi chófer, que también estaba tallado en roble y que era espontáneo, fresco y alocado como un acabado producto de Dios y dado a la improvisación política, canturreaba este cantarín que le había brincado de pronto le había nacido allá en las cotoyas de su cerebro:
La Virgen de Covadonga
non quiere ver a los moros,
por eso marcha a Gijón
a pelear con los rojos.
Para los que les agrade especular en torno a la casualidad alrededor del ubicuo azar vital y sacar conclusiones metafísicas de los bandazos de la suerte, no está de más el poner en su conocimiento que estando la Virgen de Covadonga en el Departamento de Propaganda de Gijón Álvarez Garaya, 8, un inefable salón árabe propiedad de un súbdito alemán llamado Bachmaier cayeron dos bombas teutonas sobre el edificio, dos soberbias bombas especialmente dedicadas al «objetivo militar» que eran Gijón y sus alrededores, sin que ninguna de ellas hicieran explosión.
Atravesaron el edificio de arriba abajo y quedaron empotradas en los cimientos de la casa. Allí deben de estar.
Para un amigo mío, fervoroso creyente, éste fue un auténtico milagro de la Virgen de Covadonga dos auténticos milagros. Por eso me atreví a anticipar antes que la Virgen había ido a Gijón ligera de ánimo y satisfecha de corazón, ya que de no ser así hubiera aprovechado aquella ocasión que le brindaba el Wotan nórdico para transformar en harina lacteada a unos cuantos rojos peligrosos que allí nos encontrábamos.
Para Juan, mi chófer, que como buen astur era un perfecto volteriano, la explicación de todo aquello había que buscarla en el fondo fangoso sobre el cual se apoyaban los cimientos de la casa. Que cada cual crea lo que le parezca.
Desde los primeros días de marzo hasta fines de agosto de 1937, la Virgen de Covadonga continuó siendo huésped de honor del Departamento de Propaganda. A principios de septiembre, y después del incidente relatado, la saqué de allí para mejor resguardarse de los bombardeos. Como a los nacionalistas de Asturias «sólo les interesaba el solar», creer en las manifestaciones inalámbricas del eximio general Queipo de Llano, opté por esconder a la Virgen en un sótano que me merecía más garantías a fin de pretender evitar que se transformara en escombros. Lo conseguí.
Aquel que no haya sido nunca un objetivo militar, le podrán parecer excesivas y superfluas ciertas precauciones; pero para los que hayan sido objetivos militares una sola vez en su vida y yo lo he sido muchas veces, les parecerán pocas todas las medidas precautorias que se tomen en estos casos. Porque ¿qué es un objetivo militar? Realmente, es difícil acertar con una definición exacta. Por lo que pude observar en la guerra de España, objetivo militar lo mismo puede ser una central hidroeléctrica que una niñita de seis años, una batería del quince y medio que una vaca.
Si un oscuro ciudadano anónimo, probando unas pistolas, pega un tiro a un semejante, es casi seguro que el juez le procese como un homicida por imprudencia. Ahora bien, si este oscuro ciudadano realiza esta proeza no inconscientemente, sino queriendo y no con una pistola sino desde un avión a siete mil metros de altura y con cien kilogramos de trilita, y no mata a un solo individuo, sino que despachurra a doscientos cincuenta y tres, entonces es digno de ser recibido entusiásticamente en Milán y Hamburgo, como esforzado paladín de la civilización occidental. La vida es así de absurda.
Pues bien, sabiendo por amarga experiencia que cuando los aviones alemanes tiraban sobre la C. A. M. B. S. A. gijonesa caían las bombas indefectiblemente en la calle Corrida, fue cuando decidí trasladar a la Virgen de Covadonga a un lugar más seguro.
Ya estaban en plan de solar faltaban las ortiguitas tan sólo, porque no habían tenido tiempo de crecer los objetivos militares del Teatro Dindurra, el palacio del conde de Revillagigedo y unas cuarenta casas del Llano. Por fortuna, no dieron el refugio donde tenía la Virgen de Covadonga; de ser así, hubieran sido los rojos los que la hubieran quemado después de haberle saltado sus ojos de porcelana, pongo como patética suposición.
Y llegó el principio del fin. Llevaba Asturias peleando sin descanso durante catorce meses en una terrible lucha desigual. Como cuando Pelayo, los hombres defendían su tierra.
Antonio Ortega
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